Entre los cómics y la diversidad -al igual que entre diversidad, dibujos animados y películas cómicas- existe una corriente casi directa de concordancia y superposición o, también, de entrelazado inextricable. Existen bases de afirmación histórica del medio, desde finales del siglo XIX, que atestiguan la existencia de dicha corriente, pero también hay otras de carácter estructural a través de las cuales los cómics revelan el perímetro de diversidad tanto perceptiva como antropológica y cultural que designa la vida cotidiana y peculiar de la sociedad moderna, tecnológica, burguesa, capitalista (en los descartes o en los lazos de continuidad y ruptura -a veces pequeñas o grandes revoluciones- que enmarcan sus avances y cambios internos). Se presenta un análisis reflexivo de la diversidad del cómic desde diferentes variables de estudio.
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Cómo citar
Frezza, G. (2023). Diversidad en los cómics: dibujos, personajes, historias y recorridos. Ocnos, 22(1). https://doi.org/10.18239/ocnos_2023.22.1.331
Frezza: Diversidad en los cómics: dibujos, personajes, historias y recorridos
Dibujos y diversidad
Son sobre todo los dibujos -ordenados en los cómics en una continuidad/discontinuidad
articulada, incluyendo dentro (o cerca) de ellos el texto, con el que interactúan-
los que dan a la corriente entre cómic y diversidad su razón de ser primaria. La imagen
en un cómic casi siempre está dibujada, excepto en los poquísimos casos en los que
se utiliza o manipula una fotografía, en una simbiosis que corre el riesgo de extenderse
a ese medio específico que los italianos llaman fotoromanzo («fotonovela»), ya tratado por , y .
La imagen dibujada es el producto de una competencia (potencialmente artística) que
une mente, visión y habilidad de la mano, dando a esta última la capacidad plenamente
individual de trazar la marca sobre la página en blanco, creando así figuras, ambientes,
objetos, personajes, acciones, escenarios... en otra palabra, “mundos”.
Se puede reconocer a cualquier autor de cómic por esa particular diversidad de la
marca que permite delimitar, de forma inmediata y completamente individual, el trazo,
la línea, la corporalidad de las figuras, la disposición de las poses, el contraste
entre luces y sombras, o entre fondos (tramados u otros) y líneas en primer plano.
Atribuir, en definitiva, la marca visual a esa cualidad particular y distinta del
propio dibujo que, casi de inmediato (un casi no directo, sino sujeto a las operaciones
de decodificación mental-cultural del lector), permite reconocer quién es el autor.
El reconocimiento entre dibujo y firma del autor también se produce donde las figuras
visuales están marcadas por matrices técnico-expresivas de «escuela» que las unen
en un mismo ámbito, como, por ejemplo, entre autores como Milton Caniff o Frank Robbins,
maestro y alumno entre cuyos dibujos, a pesar de la enorme similitud, se pueden detectar
mínimas diferencias que nos permiten identificar, con bastante precisión, cuáles son
de Caniff y cuáles, por su parte, de Robbins.
En el hermoso ensayo final dedicado al dibujo infantil en La prosa del mundo, Maurice Merleau-Ponty subraya cómo un dibujo muestra la esencia más secreta del
yo, la manera íntima del sujeto infantil de percibir las cosas y representarlas (). Siguiendo las afirmaciones del filósofo francés, el dibujo de los cómics expresa
la diversidad íntima (en una relación casi siempre dinámica entre interior y exterior)
tanto del autor del dibujo -que proyecta en este su disposición individual a captar
las cosas del mundo y canalizarlas hacia el dibujo en sí- como del lector, que, si
no rechaza el dibujo y no lo reconoce en un gesto radical de negación de la relación
con el dibujo en sí, reconecta por su parte la disposición individual del autor con
la suya propia, superponiendo ambas, o (más frecuentemente) incluyendo también la
del autor en la suya y tratándolas (o, más bien, percibiéndolas y considerándolas)
como iguales.
Por lo tanto, los cómics pueden considerarse viajes visuales en los que la diversidad
original de los sujetos-autores se expresa a través del dibujo, componiendo mundos
según los cuales la diversidad (la primaria de la que parte el propio dibujo) es acogida
en un entorno en el que todo es posible, donde la normalidad estructurada de las reglas
puede devenir la excepción más que en la regla, y donde lo que parece normal se convierte
en lo diferente y viceversa. La diversidad, en definitiva, recorre la propia línea
del dibujo y se superpone a él, lanzándolo hacia ese conjunto infinito de aventuras
de la imaginación para las que la diversidad no encuentra obstáculos, desconfianzas
ni prejuicios, sino espacios vivos (los de las páginas dibujadas) dispuestos a reconocerla,
formarla, legitimarla e integrarla, además de educarla en la paradoja del mundo ordinario
de la sociedad técnico-moderna.
La diversidad de los niños
En los primeros cómics (finales del siglo XIX y principios del XX), según una historiografía
ya demostrada y validada, los temas de diversidad en los cómics occidentales (estadounidenses
y europeos) se muestran a través de la relación de acción y según la disposición afectiva
interna de los personajes de los niños. Los dibujos de los primeros cómics hacen visible
cómo las miradas de los niños proyectan en las imágenes su forma diferente de estar
en el mundo, de percibir la disposición -muchas veces entendida de modo subversivo
y desencadenando una hilaridad descontrolada- entre objetos, figuras y entornos. Con
la diversidad expresada así por los dibujos, los niños de los primeros cómics casi
siempre le dan la vuelta al orden de la realidad, o demuestran su configuración cultural
asentada en formas sujetas a ser reconfiguradas de otra manera. En esos cómics, niño
y diversidad se integran conjuntamente. Es una lección magistral que no puede dejar
de ser tenida en cuenta.
Desde Yellow Kid (¡la diversidad original del niño chino calvo cuya palabra está escrita en su camisa
amarilla!) a los Katzenjammer Kids (diferentes no solo por ser pícaros o inventores de burlas a los males de los adultos,
sino por hablar un inglés trabado por la pronunciación de los inmigrantes alemanes
en Estados Unidos), de Buster Brown a Little Nemo y los Kin-der-Kids (en los cómics estadounidenses), o de los Pieds Nickelés en Francia a los italianos Bilbolbul y Quadratino, los niños dibujados por autores magistrales (de Richard Outcault a Rudolph Dirks
y Harold Knerr, de Winsor McCay a Lyonel Feininger, o del francés Louis Forton a los
italianos Attilio Mussino y Antonio Rubino) atestiguan cómo los cómics pueden expresar
una diversidad radical del espíritu humano con respecto a las organizaciones de la
realidad social.
Se trata de una diversidad que puede introducirse en la étnico-empática (en el Bilbobul de Mussino, por ejemplo, por la particular manera del personaje del niño africano
de mostrar literalmente en su pequeño cuerpo cada expresión del lenguaje o de cambiar
el cuerpo para reflejar en él todo lo que encuentra) o de una diversidad que se remonta
a la imparable curiosidad de los niños por recorrer todas las dimensiones de la realidad,
en la frontera de las de la fantasía o la transgresión conductual (en Buster Brown y Katzenjammer Kids) o en los límites perceptibles entre imagen y realidad (en Little Nemo y Kin-der-Kids).
Por un lado, los niños transgresores expresan una diversidad que, manifestada en imágenes,
ayuda a poner «en orden» -después de innumerables modificaciones, pruebas y experimentos
abiertos precisamente por las tiras y aventuras de los personajes infantiles- las
estructuras de orden secuencial narrativo del cómic, medio que, por tanto, a través
de estas vibrantes aventuras, estabiliza sus funciones comunicativas (; ). Por otro lado, cuando los niños, en lugar de transgredir, demuestran ver y percibir
un mundo encantado de acuerdo con su particular fantasía (otra cualidad notable e
importante de su diversidad, apreciable no solo en Little Nemo de McCay, sino también en Wee Willie Winkie's World de Feininger, como indica , pp. 44-51), la diversidad se revela mezclando la mirada subjetiva del personaje
con la mirada objetivada en la tira, dispuesta de forma que se repita y se aleje en
la mirada del lector (es decir, saliendo del interior y llegando a un exterior concretado
por la propia página en la publicación dominical de principios del siglo XX).
El personaje de Quadratino de Antonio Rubino (aparecido en Italia en las páginas del Corriere dei Piccoli de 1910 a 1911; ) merece una mención especial, porque la diversidad del personaje se muestra de forma
llamativa en su cabeza, completamente cuadrada. Que la imagen del cómic resalte la
diversidad de esa forma (un cuerpecito de niño con una cabeza que tiene la forma geométrica
de un cuadrado) constituye un dato teórico significativo para captar cómo la diversidad
puede ser consustancial a la imagen misma y para constatar cómo ambas se entrelazan
en un abrazo incontrovertible. Las tiras de Rubino «juegan» toda la serie con aquello
que pueda expresar la diversidad del niño: desde la variación de las figuras geométricas
en que se transforma su cabeza (angulosas, triangulares, rectangulares, etc.) hasta
la disposición emocional con la que Quadratino afronta sus peripecias. Todas revelan
una capacidad muy particular por la cual la realidad se le revela o, a veces, se le
viene encima. Al final, su condición existencial vuelve a ponerse «en su lugar» (con
la contribución de su abuela Matemática o de su tutora Trigonometría, quienes lo ayudan
a reconfigurar su cabeza cuadrada tras varias transformaciones -a veces dramáticas
y a veces paradójicas- en otras figuras geométricas). Las aventuras de Quadratino
son una suma expresiva del tema cultural de la diversidad -aun en la forma concreta
de la cabeza cuadrada del niño, que evidentemente es tan solo un símbolo aparente
de la diversidad general y genérica presente en la vida de los niños- en la Italia
de principios del siglo XX, un país por entonces muy cerrado en la formalidad de las
estructuras conductuales y culturales de una burguesía aún en formación.
Una diversidad lunática, melancólica
Krazy Kat (1910-1944), de George Herriman, es una riquísima antología poética -en el plano
visual y narrativo, llena de humor, melancolía, suspensión del gesto y del tiempo
de la imagen- de la diferencia de género y especie: ¿qué hay más diverso que predecir
de forma ordinaria los comportamientos instintivos de un gato (¿o gata?; en Krazy
es una verdadera cuestión de diversidad radical de sexo) que se enamora de un ratón (Ignatz) que no puede más que tirarle un ladrillo al
gato (o gata)? Por lo tanto, en esta obra capital de los cómics de la primera mitad
del siglo XX se subvierte de algún modo hasta el género: entre fuerte y débil, esta
vez los papeles se invierten y asumen los dominios de lo femenino (es decir, el gato/gata
tierno/a, melancólico/a, deseoso/a, cariñoso/a y generoso/a en lugar de agresivo/a,
mortífero/a, mordaz y calculador/a) y de lo masculino (el ratón, que aquí más bien
se muestra como un canalla, tramposo, intimidante y provocador, en lugar de huidizo,
menor o presa).
La ambientación de las divertidas historias de Krazy Kat e Ignatz retrata un universo
con elementos desérticos y lunares, los de Coconico, en Arizona. La comedia suspendida
en pausas y ralentizaciones, así como en aceleraciones repentinas, pasa, gracias a
la marca de Herriman, del entorno urbano doméstico a paisajes que se revelan proyecciones
imaginarias, más que entornos que pretenden ser realistas. Es una diferencia en sí
misma, frente a los escenarios domésticos o metropolitanos, y para Herriman es el
lugar ideal para poner en marcha una dinámica relacional entre los personajes que,
en conjunto, se repite extraordinariamente tira a tira y se renueve y relanza eficazmente
en cada episodio de las bulliciosas aventuras de Krazy e Ignatz (). La marca decididamente lunar del entorno se refleja en la extrema diversidad del
‘sentido’ que cada una de las tiras de Herriman presenta al lector. No se trata ya
de una historia de amor, situada entre la decepción o la esperanza, entretejida entre
los dos personajes del gato (o gata) y el ratón, sino una metáfora general de la existencia
sin límite alguno, libre como el aire para colocarse a lo largo de un rastro débil
(el gesto de tirar el ladrillo, gesto final y contundente y tan replicado que muchas
veces puede estar fuera de la imagen, es decir, fuera del marco de la viñeta dibujada).
De esta forma, Herriman conquista un territorio expresivo -difícil de captar no solo
en el ámbito de los cómics, sino en cualquier medio con fines narrativos- en el que
la diversidad (tanto la representada por la historia como la del escenario, o incluso
la de la intención moral de la expresión, o del apólogo y la fabulación cómica, o
de la representación alegórico-política) está sumamente legitimada y puede, al final,
expresarse sin ninguna imposibilidad, prohibición o tabú.
Diversidades antropomórficas
Los cómics publicados alrededor de los años treinta y que asisten al renacimiento
en la secuencialidad narrativa de las tiras y de las tiras dominicales en las páginas
de los periódicos (y después de los cómics semanales) de las figuras antropomórficas
de los personajes de Disney (desde Mickey Mouse al Pato Donald pasando por Scrooge
y toda la galería de animales humanizados por el imaginario fílmico-caricaturesco
de la factoría hollywoodiense de Walt Disney), constituyen en la cultura visual del
siglo XX un universo complejo, fascinante, revelador, con una filosofía que es para
algunos decididamente «antimetafísica» ().
El antropomorfismo de estas figuras dibujadas, junto con la diversidad característica de cada personaje (la valentía y el ingenio
de Mickey, la indolencia y las pocas ganas de hacer cosas de Donald, la avaricia y
arrogancia activa de Scrooge, etc.; ; ), recompone un amplio discurso visual sobre las dinámicas familiares en la era moderna
y tecnológica. Se trata de personajes completamente diferentes entre sí, que, sin
embargo, son vistos y contados desde el punto de vista de su ejemplaridad paradigmática:
no existe mundo, y sobre todo no hay aventura ni relato fantástico o de comedia (en
los grandes cómics de Disney firmados por autores como Carl Barks y Floyd Gottfredson,
o en las publicaciones homólogas de Disney editadas en Italia durante más de medio
siglo, por los grandes autores italianos, como Angelo Bioletto, Romano Scarpa, Carlo
Chendi, Luciano Bottaro, Gian Battista Carpi, Giorgio Pezzin, Giorgio Cavazzano, Massimo
De Vita y muchos otros; ; ; ) sino recortando la medida específica de cada personaje y destacando el carácter
simbólico, narrativo, psicológico y zoo-antropológico que lo compone.
Según esta estructura del imaginario de Disney, la familia se constituye no por vínculos
genéticos, sino por la coordinación (muchas veces paradójica y cómica, y muchas veces
insospechada, pero que se revela ingeniosa y subyacente) de las diferencias de carácter
de los personajes. La suya es una diversidad que destaca por los síntomas psiconeuróticos
que se distribuyen dentro (y entre) cada uno de los personajes, y de esa forma el
mundo, así habitado, se revela como un escenario constituido por irreductibilidades
conductuales. Para estas últimas, la idea o el objetivo de la normalidad social son
apátridas, una clara ficción. No existe igualdad social obtenida de observar tipologías
aceptadas en el entorno en que se vive, sino un conjunto de células psicoconductuales
mutuamente diferenciadas, que inicialmente pueden luchar entre sí, pero que terminan
alcanzado acuerdos o compromisos en todo caso provisionales, listos para ser cuestionados
de una aventura a otra.
El mundo de Disney en los cómics -mucho más que el de los dibujos animados- realiza
una suma teórica y creativa de la diversidad de los personajes (a menudo radical,
aunque clara e indiscutible), dando lugar así a un entorno narrativo en el que los
conflictos entre deseos, las tensiones entre los comportamientos y las diferencias
sobre los objetivos perseguidos por cada individuo son la sal de la vida cotidiana,
nunca dada por cierta o igual a sí misma y cuyo equilibrio fundamental y finalidad
ética termina siempre por renovarse.
Simpatía por el Villano
Flattop (Cabeza Plana), Shaky (Tembloroso), Pruneface (Carapasa) o The Mole (El Topo)
son algunos villanos que llaman la atención de los lectores de las emocionantes tiras
del mayor de los cómics policíacos, Dick Tracy, ideado y realizado por un maestro del cómic, Chester Gould, de 1931 a 1977 (sobre
el origen de este extraordinario cómic habla un escritor de novelas policiales como
, aunque en realidad se trata de una pareja de escritores: Frederick Dannay y Manfred
B. Lee). Frente a la interminable serie de criminales y gánsteres que se contraponen
al inflexible policía de Chicago, estos personajes llevan escrita en sus cuerpos la
marca de una diferencia excéntrica, monstruosa y horrible. Sus rostros revelan una
correspondencia entre carácter moral e identidad criminal en la que algunos estudiosos
de la obra de Gould han visto vínculos con las teorías psiquiátricas de Cesare Lombroso.
Sin embargo, para nosotros y su audiencia, estos antihéroes han tenido, sobre todo,
otro significado. Para la sociología del consumo cultural, interesan como figuras
abiertas a una investigación no superficial de la relación entre medios y capacidad
singular de los individuos. No es casualidad que estos personajes de Gould logren
un gran éxito y se conviertan en objetos de amor, compartición y culto. Por ejemplo,
cuando Flattop muere al final de una historia de 1943-1944, los lectores de cómic
estadounidenses quedan hasta tal punto conmovidos que organizan velatorios, ceremonias
conmemorativas y funerales, como si hubiesen perdido a un amigo de verdad.
El cómic de Chester Gould es famoso por la simpatía demostrada hacia los villanos,
por dar rienda suelta a que los lectores sientan una energía emocional desenfrenada,
expresada con testimonios, actos y declaraciones públicas. La simpatía de los lectores
crece de forma especial cuando los malos, marcados por características físicas disonantes
o cuerpos desagradables, conectan con una sensibilidad particular, con la capacidad
de expresar una forma singular de estar en el mundo. Chester Gould utiliza el típico
rasgo expresivo de los cómics: una simplificación figurativa que marca en la figura
y el comportamiento la oposición entre mal y bien, personificado este por el guardián
de la ley y el orden. Pero Gould conoce muy bien los mecanismos narrativos y dramáticos
que hacen que el consumo masivo funcione; es demasiado inteligente para no ofrecer
a algunos villanos la oportunidad de conquistar el corazón y la imaginación de los
lectores.
Flattop y The Mole, por ejemplo, expresan diversidad en su relación con la ley o con
la dureza de la vida en la ciudad, o incluso simplemente con el hecho de existir y
afrontar la dificultad de la relación que cada individuo tiene y siente hacia los
demás. Aun con la connotación negativa del crimen y de un castigo secundado en el
plano narrativo, generan identificaciones muy fuertes por empatía hacia su condición
humana individual. Los lectores reconocen en estos personajes de Gould la naturaleza
antisocial de las relaciones humanas más auténticas, de los lazos profundos. Al echar
abajo los estereotipos de la deformidad física, estos villanos de Dick Tracy hacen
visible lo que une a los diferentes, lo que estos tienen en común con quienes se creen
diferentes a ellos. En sus actos, a pesar de la diferencia física, se entrevén habilidades
-más que vicios- honradas en el reto de vivir; no significan abandonar la relación
con los demás, sino la capacidad de superar los propios límites, de experimentar lo
imposible.
Flattop resulta simpático por la forma directa como conversa con Dick Tracy, sin crueldad;
aun habiendo secuestrado al policía de nariz aguileña, lo tranquiliza, encarnando
así una forma inteligente, vivaz e ingeniosa de lidiar con la «cabezonería» del policía.
Cabeza Plana es un dandi inimitable en su forma de pensar, de reaccionar ante las
ocasiones, afirmando una individualidad sin trabas, que no retrocede ante la mirada
puritana y normalizadora de la «sociedad civil». Esto divierte a los lectores, pero
también toca, en el fondo, el deseo de «liberarse» de todo condicionamiento. Por ello,
Gould enmarca a Flattop casi como víctima de una cadena de circunstancias y encuentros
en los que otros tratan de aprovecharse de él, llevándolo a un trágico desenlace.
Aunque debe recibir castigo por sus crímenes, la muerte va cerrando lentamente el
círculo sobre Flattop y esto hace que los lectores se sientan incómodamente partícipes
de la derrota, que sientan una solidaridad melancólica por el fatídico destino que
pone fin a su aventura. Por este motivo, el final de la historia parece equivaler
a la muerte de una persona cercana; con la muerte de Cabeza Plana, el público pierde
la oportunidad de reconocerse en las características -coraje, ingenio, astucia- que
ha demostrado.
El personaje de The Mole (El Topo) es igual de interesante. Vive encerrado en el subsuelo,
capaz de moverse por debajo de las calles; al igual que un topo, remueve tierra con
sus manos para sobrevivir a un derrumbe; marcado en el rostro -similar al rostro del
animal que cava túneles-, expresa una clara compresión afectiva, debida a una soledad
forzada, no deseada. Incluso el policía inflexible, Dick Tracy, queda impresionado
por este marginado, capaz como pocos de superar el aislamiento opresivo que lo ha
hecho involuntariamente violento: en Navidad le lleva regalos y dulces a su celda.
En el cómic de Chester Gould, bajo la red del rígido juicio puritano sobre el mantenimiento
de la ley y el orden en las ciudades americanas de los violentos años treinta y cuarenta,
a través de las máscaras convencionales o esquemáticamente expresionistas con que
se retrata la figura del villano, penetran marcas con las que asoma una atención no
casual a la condición de quienes son diferentes, pero capaces. Con los antihéroes
de Gould, la habilidad del criminal diferente es socialmente castigada, pero humanamente
redimida. A través de ellos se fijan algunas notables capas de comunicación en la
experiencia interindividual, situada allende cualquier palabra o convención. El imaginario
colectivo del gran consumo de la industria cultural como el cómic -en especial en
la época clásica de los años veinte a los cincuenta del siglo XX- demuestra ser un
campo de todo menos pacificador, más bien ambivalente, en el que la experiencia de
la persona, su singularidad y diversidad, vale al menos algo más que las normas escritas
y las barreras físicas.
Diversidad heroica
En la galería de los héroes aventureros de los cómics de finales de los años veinte
y de los años treinta y cuarenta del siglo XX, la diversidad penetra a través de varios
elementos que marcan la fisonomía plenamente individual de los propios héroes.
Puede ser la diferencia debida a la ‘naturaleza dual de hombre salvaje y, a la vez,
de lord inglés’ lo que marca la figura de Tarzán (en las grandes tiras de Harold Foster, Burne Hogart y todos los ilustradores posteriores
del Hombre Mono que suceden a estos dos maestros, entre los que prefiero personalmente
a Joe Kubert, que lo reinventa gráficamente de los años sesenta a los ochenta). La
naturaleza dual de este personaje explica por un lado la activación de su furor primordial
(ira y esfuerzo muscular, que desembocan en el famoso grito salvaje que se propaga
entre los árboles de la selva), y por otro su pertenencia civil (aunque siempre temporal)
a una cultura aristocrática -la de la nobleza inglesa de principios del siglo XX-
que exige control, buenas maneras y clara racionalidad en el comportamiento. El resultado
de esta naturaleza dual conduce a un grado de no resolución de la armonía entre los
dos elementos constitutivos del personaje, que no por casualidad permanecen constantemente
a punto de chocar entre sí, poniendo en riesgo la propia identidad de Tarzán.
No obstante, la diversidad del héroe de los cómics de aventuras de los años treinta
queda explícita a través de otras figuras igualmente importantes. En El Hombre Enmascarado (del guionista Lee Falk y del ilustrador Ray Moore) se manifiesta en el traje de
rayas rojas que cubre el rostro y cuerpo de este héroe justiciero de la selva (territorio
que mezcla de forma productiva la selva africana y la india), sin que el lector pueda
ver nunca su rostro al descubierto (¡solo su prometida, Diana Palmer, tendrá el privilegio
de ver su fisonomía en directo cuando, cuatro décadas después, en los años setenta,
se case finalmente con él!).
En los cómics de El Hombre Enmascarado se mantiene constante la ausencia del rostro expuesto en las vistas de primer plano
(es, por tanto, un rostro desaparecido durante décadas en las ilustraciones primero
de Ray Moore y luego de Wilson McCoy y Sy Barry, que siempre lo dibujan en el traje
a rayas escarlata o, cuando está casi desnudo, siempre de espaldas, o también en el
papel del señor Walker, un ciudadano anónimo que lleva gafas oscuras y sombrero que,
de nuevo, cubren su imagen íntima). Esta significativa privación del rostro del héroe
es consecuencia de una simplificación muy significativa, llevada a cabo por Lee Falk,
de la vida del personaje (a quien le gustaría tener una vida normal, casarse, tener
hijos, disfrutar de las ventajas de una selva libre de prohibiciones, pero también
provista de ventajas hedonistas y paradisíacas) en el símbolo de la némesis de piratas,
criminales y malhechores (el signo de la calavera que propaga su imagen de vengador),
y del justiciero inmortal (en realidad, El Hombre Enmascarado es mortal como todos
los humanos, pero el juramento y el compromiso de asumir el papel y restaurar su autoridad
simbólica se transmiten de padres a hijos, desde hace muchas generaciones, persiguiendo
el mito de una inmortalidad resistente del símbolo de la calavera y su eterna justicia).
La diferencia del héroe radica, en otras palabras, en su sacrificio, que no se expone
ni se aclara a ojos de los demás, sino que se confina en un secreto inalterable.
Dos años antes de El Hombre Enmascarado (que inauguró sus relatos en 1936), Lee Falk crea en 1934 su otro gran personaje,
Mandrake. Al principio mago capaz de cambiar de verdad la realidad que lo rodea, y
transformado con los años en un ilusionista hipnotizador, la diversidad de Mandrake
radica en su claro comportamiento de dandi. Vestido siempre con capa y sombrero de
copa, el rostro marcado por un bigote perfecto, la pose de Mandrake es constantemente
la de un individuo que parece indiferente ante los misteriosos fenómenos a los que
se enfrenta. No porque se sienta distante de las cosas, sino porque sabe interpretar,
reconocer y modificar la estructura oculta de los fenómenos: la realidad se manifiesta
en sus coordenadas a veces aparentes y, por tanto, la magia-ilusión de Mandrake consiste
en desvelar la trama visual oculta (a menudo de forma secreta) en el atuendo, no básico,
sino distorsionado, en que la realidad, en la superficie, se presenta a los ojos de
los lectores. La diversidad de Mandrake reside en la competencia superior con la que
su ojo de dandi reformula y reordena la imagen de la realidad (que, obviamente, en
los cómics de Lee Falk y Phil Davis, corresponde a la realidad de la propia imagen
dibujada). Se trata de una experiencia decisiva para el lector de los años treinta
y cuarenta y de las décadas posteriores, ya que se enfrenta a los enigmas del campo
visual de los que se nutre el carácter comunicativo de los cómics. No obstante, Mandrake
siempre consigue descorrer el velo de las apariencias: con él no hay camuflajes ni
engaños visuales, porque este héroe, aparentemente indiferente y superior, los capta,
los examina y penetra en su filigrana constitutiva, desenmascarando sus posibles engaños.
El último héroe que deseo analizar aquí (pero no precisamente el último, sino más
bien el mayor de los héroes de la década de los cuarenta: rubio y de cuerpo atlético,
el novio eterno) tiene la ventaja de mostrar un cuerpo blanco y alma occidental que
lo convierten en el campeón de los protagonistas de los cómics de aventuras, en especial
por su impactante erotismo, capaz de encender tensiones y pasiones en todas las figuras
femeninas con las que se cruza. Se trata, por supuesto, de Flash Gordon, dibujado
desde 1934 hasta finales de 1944 por Alex Raymond, maestro indiscutible del dibujo
glamuroso, que recuerda en sus formas a la pintura del siglo XVI y al divismo erótico
del cine de Hollywood (Flash Gordon ha reavivado recientemente la atención crítica;
).
Las tiras de Flash Gordon representan el clímax del dibujo soberbio en cuanto a las
posturas de los cuerpos y a la audacia de las escenografías. Raymond muestra a su
personaje en poses en las que el dinamismo de los gestos se bloquea en tensiones perennes
y donde la belleza se expone sin pudor. Gordon es el héroe de la evidencia carismática
del cuerpo atlético y fuerte (el masculino), así como sus heroínas (empezando por
Dale Arden, su novia morena) lo son del encanto femenino descubierto en las formas
envueltas en prendas diminutas y sin pacatería. La fantasmagoría de los mundos que
atraviesa en el planeta Mongo (junto a Dale y al científico Dr. Zarkov) permite al
autor de este extraordinario cómic contrastar la típica firmeza del gesto de Gordon
y sus amigos, así como de sus enemigos, con la maravillosa diversidad de entornos
que componen la variedad geoambiental de los reinos existentes en Mongo, planeta que
corresponde al mundo fantástico de la imaginación paratecnológica y paranaturalista
sin límites de concepción y grafismo del magistral dibujo de Raymond.
Gordon no es el único héroe de cómic de aventuras rubio, atlético y atrapado en historias
increíbles y maravillosas. Hay otros que, como él, proyectan en las tiras cómicas
una marca fuertemente inclinada hacia destinos desconocidos y una exploración infinita:
por ejemplo, Brick Bradford, de William Ritt y Clarence Gray, creado en 1933, un año
antes que las tiras de Flash Gordon, resulta interesante en especial por los temas
que mezclan mitos y perspectivas científicas surgidas en los años treinta, como los
primeros robots y la teoría de la relatividad.
Tanto el personaje de Ritt y Gray como el de Raymond confirman la tipología del héroe
«wasp»: blanco, americano, dinámico y representativo de ese espíritu emprendedor valiente
que gana todos los desafíos y sobrevive a todas las pruebas. Más que ser diferentes
en su configuración físico-espiritual, aparecen como la confirmación de un tipo, que
a su manera es, sin embargo, un estereotipo, una figura que aspira a llegar a lo más
alto. Para algunos intérpretes de estos cómics americanos, son la prueba de un conjunto
imaginario cosmopolita y dominador, la confirmación de un proyecto fantasmagórico
que subyace a la voluntad de poder del capitalismo occidental. No obstante, el juicio
general sobre estos cómics no puede reducirse a algo tan esquemático y reductivo.
Al componer los repertorios del mito, del imaginario fantástico y del científico-tecnológico,
estas obras de cómics de aventuras de los años treinta no se rinden a una voluntad
unívoca o a un proyecto unilateral de conquista del imaginario (al igual que los mitos
-relatos fundacionales de las civilizaciones-, exhibe tanto sacrificio como dolor,
victoria sobre la muerte y conquista del futuro a costa de una trágica conciencia
de la finitud de la vida; sobre las filosofías de los mitos en el siglo XX, ; sobre mito y cómic, ). Más bien, estos cómics descomponen y, juntos, recomponen el imaginario, sirviéndose
de la estructuración de una complicidad entre la velocidad y la belleza de las historias
y la extraordinaria adecuación de la figura que estimula a los lectores a completar
su visión concreta.
El cómic de Raymond (y su personaje, que funciona como un héroe sometido a todas las
audaces pruebas de preservación de su identidad) destaca sobre todo por la composición
gráfico-pictórica extraordinaria y única de las ilustraciones, por el erotismo que
emana de los cuerpos y por el diseño escenográfico de los entornos que acogen sus
aventuras. La diversidad del personaje de Gordon reside, en definitiva, en la capacidad
con la que se identifica con las formas en que la superficie del dibujo se transforma
en un universo multidimensional, en el que no solo las líneas compositivas de la ilustración
reconectan el cómic con un repertorio cultural pictórico-artístico, sino que el color,
el dinamismo entre los viñetas y la disposición de estas, la extensa amplitud de los
espacios dibujados vuelven la mirada de los lectores a umbrales radicales de la imaginación
arrojada entre el presente y el futuro.
Diversidad de superhéroes y diversidad de mutantes
En el periodo histórico que va desde la época de los cómics de aventuras a la de los
superhéroes (de 1938 en adelante), la diversidad se convierte en una connotación específica
del personaje de los cómics, capaz de superar todos los límites de lo posible. No
hay superhéroe (de Superman a Batman, pasando por el Capitán América, la Antorcha
Humana, el Hombre Halcón, Aquaman, Flash o Linterna Verde) que no incorpore la diversidad
que distingue su cuerpo, que casi siempre se muestra en el traje en el que se esconde
la identidad secreta del superhéroe, pero que, sobre todo, es la firma de su poder:
volar, moverse a velocidad supersónica, tener un cuerpo de acero resistente a las
balas, supervisión y superoído, pero también esconderse en la noche y disponer de
una tecnología superior. De nuevo, dominar los mares, ser un supersoldado invencible
con una enorme fuerza y resistencia, etc. La diversidad del superhéroe se centra particularmente
en el potencial de su cuerpo, cuyas energías derivan de una fuerza tecnológica, de
un poder del universo o de la naturaleza, y que transforma el cuerpo humano «medio»
o normal en algo que escapa a los límites de lo biológico o cultural. Para que el
superhéroe llegue a esa etapa, el camino no es fácil. Tiene que pasar por un período
de entrenamiento (para Superman es la infancia y la adolescencia vividas en Smallville,
una pequeña localidad rural, antes de ir a vivir de adulto a Metrópolis; para todos
los demás, es cuestión de tiempo -a menudo preparatorio a su presentación en la escena
pública y social- durante el cual tiene que formarse en una especie de autoentrenamiento,
muchas veces deportivo y a veces mixto entre conocimientos científico-técnicos y pruebas
de las distintas habilidades del nuevo cuerpo que hacen que los superhéroes rindan
cuando tienen que intervenir).
En el punto de asentamiento de la sociedad de consumo después de la Segunda Guerra
Mundial, es decir, en la vuelta de tuerca entre finales de los años cincuenta y principios
de los sesenta, el imaginario de los superhéroes expresa -en la reformulación general
que lleva a cabo Marvel Comics bajo la dirección de Stan Lee y Jack Kirby- cuánto
y con qué grado de intensidad cuenta la diversidad personal del superhéroe en la elaboración
de historias que golpeen la imaginación del gran público internacional de lectores.
Cuerpos hechos de piedra (La Cosa), de tejido suave y elástico (el Hombre Plástico
que también es científico e inventor), una Mujer invisible que genera un campo de
fuerza impenetrable, una Antorcha joven y rebelde, un estudiante de instituto con
poderes de araña potenciados (Spiderman), un ciego con sónar incorporado en el cuerpo
y deportista como ningún otro (Daredevil), un científico de cuerpo normal que se transforma
en un coloso de cuerpo verde magnificado tanto en la fuerza como en la inescrutabilidad
de un pensamiento radicalmente diferente (Hulk), un médico con los pies heridos, casi
discapacitado, que se transforma en un dios nórdico de pelo rubio (Thor), un tecnócrata
con el corazón herido a punto de colapsar de un infarto que, sin embargo, se equipa
con una pesada armadura robótica con energía nuclear y poder luminoso (posteriormente,
a lo largo de las décadas, reconvertida en un traje integrado en la piel, genéticamente
incrustado en el cerebro y en la musculatura, armadura inteligente y mutable que trae
de nuevo el conflicto entre perseguir el bien colectivo o los intereses estratégicos
y necesarios del poder político y militar que condiciona fuertemente, y a veces mella,
la personalidad de Iron Man).
Es una galería de diferencias (enumeradas aquí sin carácter exhaustivo) que, si bien
se manifiestan a los ojos de los lectores de los años sesenta, en una década de fuertes
cambios en el imaginario de medios (literatura, cómic, cine y televisión), sin duda
reafirma una singularidad que muestra el carácter de la época. La diversidad se transforma
en cualidad de la configuración afirmativa del superhéroe pero, al mismo tiempo, se
revela un problema de identidad, de historia personal y de memoria vivida.
Posteriormente, a partir de finales de los años sesenta, se produce otro salto cualitativo:
de la diversidad singular e individual del superhéroe a la de todo un grupo. Los mutantes
(en la formulación visual y narrativa de los X-Men, desde el original de Lee y Kirby
hasta el consciente y erudito de Chris Claremont y autores posteriores) muestran la
diversidad no solo individual (desde Lobezno hasta Fénix, pasando por Tormenta, Bestia,
Cíclope, Ángel, Hombre de Hielo y todos los demás), sino la de la comunidad y de la
propia especie de los mutantes frente a la especie de los humanos, con quienes mantienen
relaciones políticas no siempre resueltas que provocan tanto relaciones positivas
como racismo o intolerancia que eliminan la idea de que Estados Unidos es un país
con una cultura uniforme, mostrando cómo estallan reacciones negativas y destructivas
por la mera aparición, en la escena social, de los propios mutantes.
De diferenciar entre especies y comunidades y el surgimiento de una diversidad política
y colectiva de mutantes hasta la necesidad de una patria propia separada de otros
territorios, hay poco trecho: el grupo de mutantes (que supera la primera fase del
reconocimiento singular de los diferentes individuos mutantes, reuniendo a sus miembros
inicialmente en la escuela del Dr. Xavier, mutante de piernas inertes que se mueve
en silla de ruedas, pero con un cerebro muy poderoso capaz de leer los pensamientos
y penetrar en la mente de los demás) encuentra varias en el curso de sus desventuras,
pero pronto las pierde (desde una isla que se hunde lentamente y que, por lo tanto,
es una patria temporal y limitada, a otros sitios donde los mutantes se refugian para
defender a su comunidad, en un éxodo prolongado a la espera de una tierra prometida
que no llega nunca). La diversidad se transforma en una condición social que opone
un grupo a otro (mutantes vs. humanos) y entre ellos se desarrolla el juego político
que puede conducir tanto a una guerra declarada como al terreno diplomático (difícil,
laborioso y desequilibrado con peligros ocultos o arduos) del compromiso y la convivencia,
en constante riesgo de disolución.
Diversidad en los cómics «negros» italianos
A partir de diciembre de 1962, y durante buena parte de la década de los sesenta,
se expande en Italia el fenómeno de los llamados cómics «negros». Pequeños libros
mensuales (inaugurados por el éxito que logra Diabolik y más tarde sus competidores, desde Kriminal a Satanik, pasando por varios otros personajes que duran unos años en los quioscos y, a lo
largo de la siguiente década, desaparecen del mercado de cómics mensuales) que, aun
introduciéndose en un repertorio cultural preexistente (el de personajes enmascarados
y criminales, como Fantômas, Lupin o Rocambole), superaron las expectativas de los
lectores de la época. De hecho, Diabolik (y su pareja, Eva Kant), así como Kriminal
y Satanik son criminales conscientes de serlo y ubicados sin ápice de duda al otro
lado de la Ley. Astutos, peligrosos y capaces de camuflarse, pero también dotados
de una ética particular, impredecible y no unívoca. Muestran la capacidad de oponer
su propio juicio sobre lo real, no encasillado, a las normas institucionales o creencias
comunes de la sociedad tecno-moderna donde está vigente una opresión entre clases
no equilibrada por los tribunales y las fuerzas del orden. Son, a su manera, rebeldes
capaces de transgredir los límites de la Ley, sin escrúpulos, pero sacando a la luz
algo profundo que los lectores aprecian por la valentía, la osadía, el juego entre
buenos y malos colocado constantemente entre varias polaridades, no siempre predecibles
y nunca ingenuas.
La diversidad de los cómics negros italianos es netamente cultural y ética. Provocan
enérgicas reacciones por parte de los representantes políticos y religiosos de la
época, quienes demuestran confundir estúpidamente los planos de las comunicaciones
reales con los de las formas del imaginario público, quedando boquiabiertos y sorprendidos.
No comprenden en absoluto -en su lógica básica pedagógica y unívoca- que las formas
de vida de la sociedad de consumo están modificando los comportamientos sociales (entre
generaciones, diferencias sexuales, roles familiares, etc.) en el transcurso de una
década en la que la modernidad desmorona todas las formas de convivencia colectiva
que antes aseguraban una relativa estabilidad. Por eso, estos cómics negros son objeto
de frecuentes quejas que afrontan sin vacilar y gracias a las que conquistan la atención
de un público que los aprecia y los sigue con afecto, especialmente Diabolik, nacido
de la pluma de las hermanas Angela y Luciana Giussani, pero también Kriminal y Satanik,
fruto de la colaboración creativa de Magnus (Roberto Raviola) y Bunker (Luciano Secchi).
Por otro lado, tales personajes no permanecen fijos en fórmulas sin cambios; son capaces
de adaptarse a los tiempos y de revelar, en el momento adecuado de maduración, el
trasfondo y las motivaciones de gestos y puntos de vista que acreditan cada vez más
la capacidad de sorprender y convencer sobre la dimensión ética de sus acciones.
Entre estos tres grandes protagonistas del cómic negro, el de Satanik es particularmente
significativo precisamente por la cuestión de su diversidad. Personaje femenino, su
diversidad de género emerge como un dato muy presente, tanto en la caracterización
física (Marny Bannister, una joven con el rostro horriblemente desfigurado que, gracias
a una poción, se convierte en una vampiresa muy sensual) como en la dimensión moral,
siendo una vengadora dotada especialmente de una memoria sin titubeos ni dudas. Las
publicaciones de Satanik combinan referencias al imaginario de la literatura y las
películas de terror y fantasía con una cruda representación de las relaciones sexuales
entre géneros, donde la belleza del cuerpo femenino es siempre un espejo de varias
caras, ocultando el dolor, la soledad, los sentimientos heridos y los deseos violentos
de supervivencia del más fuerte sobre el más débil. El personaje de Satanik sigue
siendo, hasta el día de hoy, el prototipo de una diversidad irreductible -caracterizada
por la diferencia de género y reafirmada en una época aún profundamente machista-
que, al ser oscura y marcada por un sufrimiento íntimo maldito que no se puede conquistar,
denota un lugar posible dentro del cual socialmente la propia diversidad obtiene,
finalmente, la legitimación para reivindicar sus propias razones.
Diversidad de autores
En la segunda mitad de los años sesenta, empiezan a aparecer en Francia e Italia los
llamados cómics de autor. En 1965, en las publicaciones de Linus en Italia, el ilustrador
Guido Crepax inaugura las historias de Valentina, mientras que gracias a la editorial Ivaldi de Génova, se inicia en 1967 la primera
gran aventura de Corto Maltés, de Hugo Pratt: La balada del mar salado. Por su parte, otro ilustrador extraordinario, Dino Battaglia, después de haber creado
en 1965 I cinque della Selena, un hermoso cómic de ciencia ficción basado en un guion de Mino Milani, donde emerge
su excelente capacidad gráfica y experimental, inspirada en la pintura del siglo XX,
empieza a publicar también en la revista Linus historietas de terror, tomadas de autores como Poe, Stevenson, Hoffmann, Lovecraft,
Maupassant y otros, recopilados más tarde en la bella antología Totentanz (1972). A su vez, Guido Buzzelli, que volvía al cómic tras una etapa dedicada a la
pintura, crea en 1966 un prototipo de novela gráfica como La rivolta dei racchi, a la que siguen poco después otras historietas interesantes y complejas como I Labirinti (1968) y Zil Zelub (1971).
En Francia, al igual que en Bélgica, grandes autores como Giraud, Goscinny, Uderzo
e incluso clásicos como Hergé, que forman parte del panorama editorial nacional y
que siempre han ido a la vanguardia en lo relativo a las dinámicas entre estereotipos
de género e innovaciones narrativas (), se imponen en el mismo período como los principales autores de la modernización
del cómic, con una gran respuesta de apoyo convencido del vasto público lector.
Estas historietas de autor trasladan al medio escrito-visual la tendencia (editorial,
genéricamente política) de poner en valor la singularidad de los autores, tendencia
que, desde principios de la década de los sesenta, impregna ya el cine (la modernidad
expresiva del cine de autor y el «nuevo cine» que, a partir del grupo francés de la
nouvelle vague, se difunde a varias cinematografías nacionales, desde la propia Italia a otros países
europeos, asiáticos y latinoamericanos). La diversidad de este proceso editorial tiene
algo importante, pero también sobrevalorado, basándose en la necesidad, ya historizada
y que no se puede frenar, de reivindicar socialmente a las obras de autor la cualidad
distintiva de la que no se pretende volver atrás. Se trata de un proceso complejo,
tanto a nivel editorial como cultural, relacionado con un público que pide más, y
que involucra al cómic en ese cambio general que, mientras tanto, dirige tanto el
panorama del cine como el del consumo cultural generacional del momento (de la literatura
a la música, pasando por las artes visuales, el cine y el propio cómic).
Desde los sesenta hasta los setenta, la experimentación de los autores se extendió
como la pólvora; a mediados de los años setenta se radicaliza en Francia con el grupo
de los Humanoïdes Associés, que edita la revista Métal Hurlant (poniendo en valor a autores como Moebius/Giraud, Dionnet, Druillet, Bilal, etc.)
Estos autores pisan el acelerador en la encrucijada entre el imaginario de la ciencia
ficción, la utopía/distopía, fisura de las percepciones visuales y rítmicas, del diseño
de las tiras. Se adelantan algunos años a la experimentación sobre la imagen fílmica
que aparece gracias a la irrupción de las tecnologías digitales a finales de la década
y, en particular, muestran que no existen tradiciones férreas en la expresividad del
cómic, sino que el campo experimental tiene 360 grados, que el blanco de la página
dibujable es un fondo sin límites, y que las interferencias y las transferencias entre
los medios de imagen (sonora o sinestésica) son absolutamente fecundas y lanzadas
hacia el futuro.
Los autores de los cómics, en Italia, Francia, España, Bélgica, etc., hacen hincapié
en la particular diversidad de la marca que distingue su obra, la inagotable experimentación
que interviene sobre las formas comunicativas del medio y que, a partir de ese momento,
eleva el grado de contraste significativo entre la renovación narrativo-visual y la
serialización de las historias ilustradas. Se trata de un nudo que mantiene unidas
distintos elementos: en primer lugar la diversidad-cualidad de la marca que cada autor
imprime a sus ilustraciones y al diseño, diversidad que, por un lado, remite al significado
de la imagen tratado anteriormente y, por otro lado, destaca la gran individualidad
de las propuestas; por otro lado, la cualidad narrativa que se mueve hacia horizontes
inesperados y no anunciados, tanto en las cosas representadas como en el modo semiótico-expresivo
y en la perspectiva utilizada para contar la historia; empujar al sistema editorial
a probar caminos desconocidos con riesgo de pérdidas, pero también con la ambición
de conquistar espacios de publicación inéditos y con consenso general (por lo tanto,
con promesa de grandes ganancias); el declarado contraste con la crítica ideológico-política
de los órganos institucionales de control social, es decir, recorrer sin represión
alguna territorios y contenidos casi prohibidos, como el erotismo (de forma extrema,
la pornografía), el análisis político-histórico, la áreas emblemáticas y críticas
del horror, del diagnóstico social sin tapujos, de la imaginación liberada por fin
de restricciones o ataduras.
En esta dirección, el panorama editorial del cómic (especialmente, pero no solo, en
Europa) se extiende en un número bastante plural de singularidades, todas diferentes
y todas significativas, que dan testimonio de que, a partir de ese momento, no existen
frenos a la expresividad del medio, sino una apertura vasta de un imaginario sin dominadores,
o reglas fijadas para todos, pero con caminos enteramente legítimos (aunque no todos
igual de mordaces ni capaces de marcar la cultura general y generacional) sin que
se impongan restricciones, canales obligatorios o preferencias coercitivas.
Diversidad underground
La producción estadounidense de los denominados cómics underground, ubicada principalmente
en California o Nueva York, se afianza en la década de los sesenta (, trata su evolución a lo largo de varias décadas) impulsada por el interés que en
ese mismo período suscitó una serie de películas independientes y fuera del mercado,
películas que desde la década de 1950 recorren los terrenos y caminos expresivos no
transitados por las producciones mainstream de Hollywood y que se dirigen a un público liberado tanto en los comportamientos
individuales y colectivos como en las dinámicas de consumo. Es el público formado
por varias diversidades (orientaciones políticas o sexuales, de modelos de vida y
socialización, etc.), que crece sobre todo en las áreas metropolitanas o cerca de
ellas, y que no se adapta a las formas de vida habituales.
Lo underground tiene distintos cauces, pasa de un medio a otro y registra el avance sociocultural
de una búsqueda existencial que pretende romper con la mera productividad de la era
industrial. Se interesa por el arte, pero no el arte institucionalizado en el mercado
o los conocimientos formalizados y reconocidos por academias o tradiciones establecidas,
sino el arte que practica formas alternativas, siguiendo un proceso de identidad vivido
durante la propia búsqueda.
El llamado cómic underground (se publica en revistas y páginas a muy bajo coste, casi siempre en blanco y negro)
se alimenta de diversas referencias culturales: cierta literatura beat del periodo tras la Segunda Guerra Mundial, el jazz y el be bop, la marca del claroscuro
-a veces aparentemente improvisada- de los cómics de terror estadounidenses, ciertas
formas de violencia simbólica de estos últimos, a veces toman rasgos estilísticos
de los cómics pornográficos (prohibidos y distribuidos solo para adultos) para ejercer
un derecho de crítica y representación negado de otro modo. Navega los límites de
la parodia, de la diatriba política, de lo grotesco, del contrasentido, del relato
trastornado y casi psicoanalítico, o del ámbito del comportamiento transgresor (entre
sexismo y política) de la generación hippie y de las comunidades juveniles empapadas de utopismo y radicalidad. Pronto tiene
sus modelos, sus autores de referencia: los Freak Brothers de Gilbert Sheldon y, sobre todo, toda la obra de Robert Crumb.
Autor que marcó a la generación freak y beatnik de los años sesenta, Crumb es el famoso autor de El Gato Fritz, pero también de las historietas de un personaje verdaderamente único, Mr. Natural, creadas a partir de 1966. Las historietas de Mr. Natural (santurrón o asceta que
lleva una gran barba blanca y cuyas historias tienen el índice más alto de paradoja
narrativa y cómica, donde todo punto de vista sobre la vida, lo real y lo social,
queda totalmente subvertido por las aventuras positivas y negativas del personaje)
son una especie de inmersión cognitiva y arbitraria en el sinsentido que rodea la
vida de los individuos y de la civilización estadounidense (particularmente la californiana),
en un período de gran convulsión colectiva, donde la lógica y los hábitos de comportamiento
se ven sometidos a vuelcos radicales, y donde lo práctico puede devenir celeste y
abstracto o viceversa.
Con el personaje de Mr. Natural, Crumb asevera un pensamiento radicalmente diferente
de las imágenes ilustradas, que en sus combinaciones (narrativas y cómicas) pueden
hacer aflorar el desencanto y, por otro lado, la fascinación de una mirada que sabe
tender la mano a verdades tan cercanas como difíciles de captar (por ejemplo, ¿cuáles
son las relaciones entre las vidas terrestres y las aportaciones cosmológicas? ¿Son
de alguna manera conocibles?) En definitiva, los relatos de Mr. Natural construyen
una suma de la diversidad de pensamiento, o del pensamiento radicalmente divergente,
que ha llegado a desligarse tanto de la lógica ordinaria como del vínculo directo
con la objetividad o fisicidad de las cosas y las personas. Persiguen una suerte de
cruce entre la superficie y la profundidad del mundo, sin primacías y sin subordinación
entre una u otra dimensión y, en última instancia, sin enfoques condicionantes.
Más de una década después de la publicación de los grandes cómics de Crumb, otro autor
formado en el cómic underground, Art Spiegelman, crea una obra que se ha hecho célebre y ha sido intensamente estudiada
y debatida, Maus (1986-1991), que retoma el tema crítico de la Shoá (). La experiencia de vida en un campo de concentración de un judío es contada por
un padre a su hijo alternando con el tiempo presente, por lo que la Shoá no es historia
pasada, sino un acontecimiento enquistado y propagado en las vidas contemporáneas.
Maus tiene sobre todo la particularidad de resaltar las singularidades tipológicas
de los personajes utilizando la marca antropomórfica del rostro de especies animales
(como en los cómics de Disney). Spiegelman subraya el valor de la característica antropomórfica
a la hora de extraer el carácter de los personajes: judíos-ratones, nazis-gatos, polacos-cerdos,
etc. En sus ilustraciones, la diversidad de los rostros animales expresa, de forma
implícita y explícita, la relación de dominación, subordinación y agresión, o las
estrategias de supervivencia, además de la diversidad ética, instalada entre las etnias-especies
involucradas en los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, vividos de forma
intensa y dolorosa.
No cabe duda de que, si no hubiera ejercido y no se hubiera formado como autor en
el mundo del cómic underground, Spiegelman no habría podido seguir el camino que lo llevó a concebir y proponer
visual y narrativamente una novela gráfica como Maus, en la que, en un determinado
momento, ya no cuenta el carácter simbólico declarado de las figuras con las que el
autor reconstruye una condición humana dramática y lacerante, sino la intensidad emocional
dentro de la cual se desarrollan los hechos de tal forma que hacen que caigan en su
interior la mirada, la mente y el corazón de los lectores. Aquí está la marca underground del cómic: transformarse a sí mismo y conquistar una autonomía artística propia e
indudable en una historia que se distingue por el fascinante y autoconsciente viaje
de conocimiento y de pathos.
Diversidades sintomáticas: de Ranxerox a Zanardi y Dylan Dog
La herencia cultural del cómic negro, mezclada con la del underground y la búsqueda expresiva y política de los autores, se transforma, en la encrucijada
de los años comprendidos entre finales de los setenta y mediados de los ochenta, en
una época de fuertes innovaciones editoriales que, en Italia (pero también, con diferentes
formas, país a país, en Europa y en otros lugares), cambian el futuro de los autores
y, al mismo tiempo, el de los cómics en serie. Es una historia compleja de cambio
del propio mundo del cómic dentro de la comunicación social (). Por un lado se ve, en las dos últimas décadas del siglo XX, un aumento de la incidencia
(a veces del poder) de la televisión en una cultura que se ha vuelto posmoderna, y
por otro lado los cómics pierden paulatinamente su carácter universal-popular-serial
para asentarse como medio dirigido a un público cada vez más selectivo.
En el tiempo de estos ajustes, la cultura de las comunicaciones pasa, con el cambio
de milenio, definitiva y globalmente, de las llamadas culturas y tecnologías «analógicas»
a las culturas y tecnologías «digitales». Lo posmoderno se desvanece en esa nube,
aún difusa y creciente, pero indudable, de los llamados procesos y formas culturales
«digitales». Las redes modifican las formas de participación del público y las propias
formas de estructurar las grandes redes de comunicación. Los cómics no permanecen
ajenos a estas grandes transformaciones, sino que penetran en las mismas en las nuevas
ocasiones con las que proponen relatos, mitos, personajes, historias, formatos editoriales
acordes con los tiempos (es el espacio conquistado por la llamada «novela gráfica»
que, sin embargo, si bien aumenta el nivel de calidad narrativa y de búsqueda expresiva,
no logra suplir la pérdida de los grandes caudales de comunicación popular mantenidos,
durante casi todo el siglo XX, por las historietas diarias y cómics en serie). La
novela gráfica se convierte por un lado en un espacio en el que la diversidad de temas
e historias destaca con considerable protagonismo, y por otro asimila el cómic a la
dimensión del libro, del relato largo (fuera de toda serialidad, entrelazado y complejo
con ambiciones originales y no originales prescritas), apuntando a una calidad narrativa
experimental, pero a veces a costa de la mordacidad y originalidad de la marca gráfica,
y a veces a la inversa.
Es difícil resumir un período de hace ya cuatro décadas, en el que la posición del
cómic dentro de los cambios de la era digital atraviesa varias fases y prueba posibles
caminos para canalizar los cambios sin perder importancia entre los diferentes medios.
Hay en cualquier caso algunos personajes y determinadas series regulares de historietas
(periódicas, mensuales) que logran convertirse en representantes generales tanto de
las nuevas generaciones como del espíritu de la época que apunta a una conciencia
diferente de la existente.
Me detengo, en este repaso parcial a cómo se propaga la diversidad en distintos niveles
en la producción de cómics, en los años ochenta del siglo XX. Se trata de un período
de tensiones y cambios abiertos a diferentes conclusiones en todos los niveles (económico,
político, social, mediático, cultural, local-global) que, sin embargo, expresa contradicciones,
estados de ánimo colectivos y signos de cambio que llegan hasta hoy. Estos siguen
a veces sin resolver, otras veces muestran una larga continuidad establecida entre
la era digital actual y el primer surgimiento de la posmodernidad que, en la década
de los ochenta, se mueve, aún insegura, hacia las estructuras que hoy caracterizan
a la civilización digital.
La década de los ochenta en Italia es un período sintomático de sucesivas transformaciones
socioculturales y los cómics permiten reconocer ciertas figuras y personajes que acumulan
el sentido de esos cambios. Solo menciono tres, particularmente significativos. La
primera figura importante es la de Ranxerox, el tipo barriobajero casi androide y medio cyborg que vive en una caótica y futurista
posmetrópolis, nacido primero (en 1978) en las páginas de la revista clandestina Cannibale (con las ilustraciones iniciales del mismo guionista, Stefano Tamburini) y luego
confiado al inimitable talento gráfico de Tanino Liberatore en las páginas de la revista
Frigidaire (a partir de1980). Ranxerox tiene una personalidad que no se puede definir, el mismo
Tamburini lo definió como un «tipo sintético» y los estados de ánimo de este personaje
actúan de manera inescrutable, desde la ternura indefensa (hacia su novia adolescente,
Lubna) hasta las reacciones violentas y agresivas (hacia quienes le impiden de cualquier
manera ser anárquicamente libre, expresando una rebelión básica sin precedentes ni
condicionamientos).
El imaginario ambiental en el que vive Ranxerox es el mismo que en una película como
Blade Runner y Tamburini y Liberatore se adelantan, con sus magníficas ilustraciones, al modelado
escenográfico de la posmetrópolis del cine de las décadas siguientes. Hay que subrayar
el carácter absolutamente inédito del personaje: ¿qué es, de hecho, un tipo barriobajero
(sintético-androide, cuerpo tecnológico parecido a un humano sin frenos y consciencia
de sí mismo) o el resultado de una desadaptación radical a las normas de una sociedad
capitalista donde reina el caos más que el horizonte viable de una vida llena de esperanzas?
Sus gestos y reacciones se mueven en un escenario donde la catástrofe global ya está
grabada en los rasgos del cuerpo (por musculoso y fascinante a su manera, Ranxerox
se ve arrojado a la autodestrucción o la desactivación del cuerpo, es decir, a encontrarse
deshecho y roto en su propio sistema de funcionamiento), un escenario donde no hay
más que el puro deseo de consumirse (e inyectarse droga), y donde la sociabilidad
es un claro fantasma, una deriva del sentido ya asentada.
Por lo tanto, la diversidad de Ranxerox es abiertamente antisocial y, tal vez, incluso
antihumana, puesta en el punto de combinar organismos biológicos y dispositivos tecnológicos
que, aun intentando integrarse, resultan disfuncionales, cuando menos excéntricos
si no desadaptados, sin reglas ni códigos de conducta; en definitiva, presa del caos
y de la nada en que se mueven, perdidos y autodestructivos. Ranxerox sigue siendo,
por estos elementos constitutivos, una bella imagen que anticipa el sentido postapocalíptico
que, desde los años ochenta hasta hoy, nutre el imaginario futurista que atraviesa
la posmodernidad (las dos últimas décadas del siglo XX) y se expande y llega a los
extremos, en diversas formas, en la cultura digital de hoy.
La segunda figura que cabe señalar es el personaje de Zanardi, creado por Andrea Pazienza en las páginas de Frigidaire a partir de 1981 y continuado en varias revistas (Alter alter, Corto Maltese, Comic Art) hasta 1988, fecha en que murió Pazienza con tan solo treinta años. La diversidad
de Zanardi está presente tanto en la mirada fría como en la maldad que deriva -en
palabras del propio autor, Pazienza- del «vacío, el vacío más absoluto». Zanardi se
mueve con el frío cinismo de quien no solo se aprovecha de cualquier persona o cualquier
cosa en beneficio propio, sino que no tienen límite ni condicionamiento de conciencia.
Es, quizás (o casi), el mal absoluto, cuyo rostro no presenta arrugas ni signos mínimos
de reconsideración, movido por la tendencia estratégica de empujar a los demás (a
sus dos compañeros, Petrilli y Colasanti, con quienes comparte las aventuras) hacia
el exceso de la oscuridad, de la sexualidad brutal o de la violencia más moral que
física. La diversidad de Zanardi es sintomática de la ausencia de cualquier adhesión
sociocultural a un proyecto de vida; para este personaje extremo e irrepetible, la
vida no es más que un círculo vicioso de depredación en búsqueda de un placer que
se consume y del que al final nada queda. Toda la dispersión, hecha medida tanto del
comportamiento como de la tendencia a desgastar, erosionar, explotar sin ningún respeto,
perder el tiempo y el impulso de la vida. No obstante, no hay juicio moral en las
ilustraciones de Pazienza (¡ni se pretende juzgar aquí al personaje de posturas morales
incomprendidas!), sino que muestran la mirada escrutadora, la constatación lúcida
e irrefrenable de la frontera ya traspasada del desencanto radical hacia el final
vacío del gesto.
Esta figura creada por el genio de Pazienza es una acusación implícita de la falta
de impulso vital que impregna la época del capitalismo occidental en los inicios de
la posmodernidad. Pero es una acusación que aún hoy (después de cuarenta años) sigue
teniendo sentido (aunque se alimenta del sinsentido y de la declarada ausencia de
intenciones positivas) en la era de la globalización y la conexión universal de las
redes digitales. La sintomatología extremadamente negativa de Zanardi es el espejo
oscuro en el que se sigue reflejando la imagen del mundo occidentalizado, más allá
de cualquier apariencia de orden (inútil) y de planificación (maltrecha, en última
instancia inexistente).
El tercer personaje sintomático de una diversidad ya arraigada en el mercado del cómic
italiano y recogida en la mejor producción serial (la de la editorial dirigida por
Sergio Bonelli) es Dylan Dog. Aparece en una publicación mensual en 1986, creado por Tiziano Sclavi y continuado,
después de él, por varios autores que conservan la estructura general de la serie
tanto en la caracterización de los personajes principales como en las formas como
se estructuran las historias. Es un cómic de terror que relanza, reembiste, reubica
y readapta el imaginario del terror del cine basado en figuras como zombis, vampiros,
hombres lobo y otros monstruos tradicionales, a los que suma otros de creación propia
(como el conejo asesino); este tipología de terror parte del cine de autores como
John Carpenter, George Romero, Joe Dante, Tobe Hooper, etc., un cine que constituye
el punto de partida del imaginario de Dylan Dog (apodado «el investigador de pesadillas»),
impulsando a lo largo de treinta y cinco años (uno tras otro) un lugar de fermentación
de relatos que devuelven una visión bastante dramática de la contemporaneidad.
Esta serie (que a principios de los años noventa es testigo de un éxito generacional/de
época, consistente y quizás inesperado, alcanzando un millón de copias mensuales en
tres series paralelas que posteriormente se vieron reducidas en las décadas siguientes)
“no se limita a una representación antimitológica sobre la realidad contemporánea.
Más bien se detiene en cualquier ámbito que pueda componer la trama procesal de la
realidad y de la ficción: el cine, la literatura "culta" y de series, el mito y el
cuento, la ciencia ficción, la pintura y los jeroglíficos, la historia convencional
de los géneros, las tecnologías de la comunicación, la televisión, los satélites,
los freaks, el racismo antiguo y el reciente de los naziskins, los mundos paralelos
y los abismos paradójicos de los viajes espacio-temporales” ().
El creador y guionista, Tiziano Sclavi, y sus sucesores, utilizan y reutilizan convenciones
y estereotipos, adaptándolos a tramas singulares; contaminan la realidad y la narración;
en varias ocasiones impostan un nivel metadiscursivo y metanarrativo de las historias
de cómic que, no por casualidad, intriga y fascina a un excelente lector como Umberto
Eco (retomado y dibujado posteriormente como personaje en un episodio de la serie).
Entre las obras publicadas, hay una en particular -muy a menudo citada como la obra
maestra por el autor de la serie, Tiziano Sclavi, que la produce junto con Mauro Marcheselli
y Andrea Venturi-, cuyo protagonista da explícitamente título al episodio: Johnny Freak (publicado en junio de 1993, es el n.º 81 de la serie original). Johnny es un joven
sin piernas, pero a pesar de su particularidad física posee extraordinarias habilidades
creativas. Es
“un desheredado por sus propios padres que, a pesar de todo, conserva la inocencia
del Hijo. Johnny es adoptado por Dylan y es, por un breve periodo, rescatado de un
sacrificio impuesto por siniestros e inhumanos trasplantadores de órganos. Así pues,
no es casualidad que Johnny, salvado por Dylan y una tierna enfermera, se deslice
entre los dos amantes por la noche, como cualquier niño en la cama de sus padres.
Johnny es el espejo que retrata la condición de los lectores: desheredados y malditos
a quienes el autor de Dylan Dog les entrega un futuro sin certezas ni esperanzas”
().
En otras palabras, la condición de ser diferente, y la misma diversidad emocional
del personaje de Johnny Freak (un joven discapacitado, abandonado por quienes le dieron
la vida, pero con una ternura casi inocente y unas habilidades inigualables para vivir
y devolver el sentido de cómo siente y percibe), permite intuir mucho del estado en
el que viven los propios lectores del cómic. La diversidad, en otras palabras, es
una condición que va más allá de la página ilustrada y apunta a una maduración específica
de la mirada del lector tras la cual no hay vuelta atrás. Por un lado, el cómic alcanza
un plano de coincidencia entre pathos y política; por otro, tiende un puente hacia el futuro, por lo que, a pesar del contexto
en el que se mueven las historias de Dylan Dog, el desenlace no está prescrito o preestablecido,
dando a la diversidad un punto decisivo a su favor.
Referencias
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Notas
[1] El gran director estadounidense de origen italiano Frank Capra, en su autobiografía
() se declara admirador de la obra de Herriman, que considera «una deliciosa combinación
de sabiduría e ingenio». Una vez Capra le preguntó al gran artista de qué sexo era
Krazy Kat. Herriman respondió: “Non lo so. Un giorno provai a pensarci; immaginai che Kat fosse una gatta, disegnai
persino alcuni fumetti in cui era incinta. Ma non era più Kat; era troppo preoccupata
per i suoi problemi, come in una soap-opera…Mi resi conto allora che Kat è come un
elfo. E gli elfi non hanno sesso. Kat non può essere un gatto o una gatta. Kat è uno
spirito, un folletto, libero di imbattersi in qualunque cosa” (). Sin embargo, independientemente de la respuesta de Herriman a Capra, no cabe duda
de que la dinámica de la relación entre Krazy e Ignatz incluye tanto el femenino como
el masculino, de forma totalmente independiente del género que se quiera atribuir
a uno u otro de los dos personajes.
[2] Citando algunos elementos de la biografía de Michael Tisserand sobre Herriman (), Chris Ware estima que la calidad poética de la obra del gran ilustrador estaría
directamente ligada a la biografía del autor, estadounidense de origen afroamericano,
pero de piel blanca, que, por tanto, habría vivido una doble e incierta condición
humana de dolorosa desubicación existencial de la que habría derivado su vis artística
(). Me permito considerar esta valoración extremadamente limitante de la calidad poética
de los cómics de Herriman, cuya inteligencia narrativa e imaginativa va más allá de
cualquier connotación biográfica.
[3] Según , el antropomorfismo de los personajes de Disney recuerda la lógica profunda del totemismo,
mientras que un filósofo, sociólogo y mediólogo como Walter Benjamin lo considera
una clave con la que la imaginación puede actuar como viático liberador de la explotación
capitalista (, profundizado por ).
[4] No cabe duda de que, en la historia del cómic, prevalece la mirada proveniente del
conjunto de la cultura «blanca» más que de otras culturas étnicamente diferenciadas.
Esto no implica automáticamente que este predominio signifique la asimilación del
sentido de los cómics a representaciones e historias que se adhieren a la voluntad
de poder de la cultura «blanca». Más bien, a menudo es lo contrario, aunque solo sea
porque en ese conjunto cultural surgen contradicciones, puntos de vista alternativos,
impulsos y orientaciones que, si acaso, ponen en crisis dicha voluntad de poder. En
los cómics, por otro lado (al igual que en el cine), los significados de las imágenes
se articulan estrictamente en formas de lenguaje que tienen capacidades recursivas,
interrogativas, especulares y, no pocas veces, fuertemente críticas. Por tanto, necesitamos
metodologías de análisis y categorías interpretativas no superficiales, sino capaces
de «leer» adecuadamente tal complejidad, más allá de esquemas de investigación unívocos
o, en el peor de los casos, alineados ideológicamente.