Repertorios iconográficos y modalidades textuales. La re-construcción de la identidad en Emil Ferris y Una

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José-Manuel Trabado-Cabado

Resumen

Este artículo pretende estudiar las diferentes estrategias para encontrar un lenguaje que exprese sentimientos traumáticos. Se centra en la obra de Emile Ferris Lo que más me  gusta son los monstruos y en Una entre muchas de Una. El análisis está estructurado en dos niveles: por un lado, la construcción de repertorios iconográficos que configuran visualmente la historia y, por otro lado, las modalidades textuales concebidas como un dispositivo para organizar el texto y otorgarle significado al discurso. Mientras que Emil Ferris usa lo que podríamos denominar una especie de Koiné gráfica enraizada en las convenciones de las películas y cómics de terror, Una crea un nuevo código gráfico para dibujar imágenes simbólicas que son válidas solo para ese contexto: crea un idiolecto gráfico. Lo que me más gusta son los monstruos está construido sobre formas textuales como el diario y la historia policíaca mientras que Una entre muchas se vale de las formas del reportaje y de los textos de no ficción. Ambos hechos tienen su repercusión en el aspecto visual de las historias y regulan las condiciones de lectura.

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Cómo citar
Trabado-Cabado, J.-M. (2023). Repertorios iconográficos y modalidades textuales.: La re-construcción de la identidad en Emil Ferris y Una. Ocnos, 22(1). https://doi.org/10.18239/ocnos_2023.22.1.338
Sección
Artículos
Trabado-Cabado: Repertorios iconográficos en la novela gráfica. La re-construcción de la identidad en Emil Ferris y Una

Introducción: la lectura enriquecida del relato traumático

Bajo el concepto de novela gráfica el cómic tuvo la oportunidad de liberarse tanto de las fórmulas genéricas tomadas de la ficción popular como de las férreas restricciones impuestas por los formatos preestablecidos por la industria, que dictaban el espacio que tenían para contar su historia. Esa liberación venía dada sobre todo por la necesidad de afrontar narrativamente un territorio vital enmarcado las más de las veces por una experiencia dolorosa, en muchas ocasiones de naturaleza traumática (; ). Will Eisner había disfrazado de ficción la pérdida de su hija en Contrato con Dios. Art Spiegelman, por su parte, había concebido el exterminio de los campos de concentración nazis como un núcleo narrativo para Maus. El relato de esa atrocidad en un cómic supuso un profundo aldabonazo por lo novedoso de su temática y facilitó la incorporación de este lenguaje dentro de los circuitos culturales reservados a otras ficciones: era un indicio de la normalización de un lenguaje periférico. Sin embargo, la magnitud del horror de ese telón de fondo a veces no ha permitido enfocar la importancia del trauma individual del autor. En el núcleo de todo ello está la visión desolada del hijo ante el suicidio de su madre; el vínculo de amor y desapego con respecto a su padre, el fantasma del hermano que no llegó a conocer. Maus, como ficción canónica dentro del giro del cómic, supone también una reflexión sobre la pérdida, la memoria, la implosión de la estructura familiar, todo ello narrado por el tamiz de lo cotidiano. Existe un trauma histórico, pero también un trauma individual que necesita ser contado a través de un nuevo ritmo narrativo y con un discurso gráfico amoldado a ese sentir estrictamente personal. De igual manera cabe entender otras obras suficientemente conocidas por el lector de cómic como Persépolis, de Marjane Satrapi (; ), o La ascensión del gran mal, de David B. (). Todas ellas se afanan por metabolizar el dolor y hacerlo narrable. En su raíz se encuentra una experiencia traumática que pone en crisis la identidad de quién narra. La respuesta creativa de todos ellos supone una reconstrucción del “yo”. Lo especialmente relevante de esa reconstrucción es la herramienta expresiva de la que se vale: el cómic. En su capacidad por articular varios códigos (narrativos, textuales, iconográficos) la narración gráfica ofrece un instrumental expresivo dúctil que permite perfilar un relato con matices no fáciles de observar hasta entonces. El cómic aportaba al relato autobiográfico nacido de experiencias traumáticas la posibilidad de una experiencia que atiende a una lectura enriquecida donde leer y mirar son dos actos complementarios y, a la vez, necesarios para comprender (). La imagen como portadora de memoria está estrechamente vinculada a la experiencia traumática. ha utilizado el término “autographics” para dar cuenta de esta estrecha relación. Del otro lado, el narrador no solo se ve urgido a desmenuzar narrativamente su “yo” sino que, además, tiene la obligación de auto-representarse: convertirse en un personaje que ha de ser dibujado con una apariencia (). Así el carácter monolítico de los discursos textuales anclados en el “yo” da paso a un discurso poliédrico y multimodal en el que lo gráfico y lo textual actúan por igual como potentes generadores narrativos. Esa variedad de elementos constitutivos del cómic permite una forma más rica de pensarse, de contar su experiencia y de explicarse ante los demás.

El objetivo de este trabajo es indagar precisamente en la idea de discurso hipercodificado que encarna el cómic, atendiendo a una lectura a pie de texto de dos obras prácticamente contemporáneas: Lo que más me gusta son los monstruos, de Emil Ferris, publicada en 2017; y Una entre muchas, de Una, publicada en 2015. La cercanía en la fecha de publicación, así como el hecho de que ambos relatos estén protagonizados por una adolescente con la necesidad de contar un hecho traumático, permite establecer una lectura cruzada para ver qué estrategias se ponen en práctica a la hora de darle voz a algo que había sido silenciado. El trauma en ambas obras, no solo opera a título particular incidiendo en la identidad de la narradora, sino que también se instaura en el nivel familiar mostrando la implosión de las relaciones humanas en el ámbito doméstico. Cabe apurar más los paralelismos entre ambos relatos si nos atenemos al hecho de que el trauma en los dos casos decora la escena social anclando los relatos vivenciales de ambas protagonistas a sucesos históricos: la muerte de Martin Luther King, en abril de 1968, y la serie de asesinatos de jóvenes mujeres que comenzó en julio de 1975 en el condado de Yorkshire.

Metodologías más allá de la narración. La instauración de los repertorios iconográficos

Para delimitar la singularidad del lenguaje utilizado, tanto por Emil Ferris como por Una, se hace necesaria una lectura paralela de ambas que atienda al examen de los repertorios iconográficos usados. Con ello se quiere problematizar la naturaleza de la narración gráfica, que dista mucho de una disposición secuencial de imágenes con valores puramente narrativos. Con la perspectiva iconográfica se crea una herramienta válida para dar cuenta de la crisis referencial de la imagen, que ya no solo porta valores realistas sino que alberga todo un mundo simbólico abriendo las puertas a la crítica social y la expresión emocional del trauma. La construcción de un repertorio iconográfico presupone, además, una estrategia coherente en la disposición de las imágenes que va más allá de una lógica argumental de naturaleza causal y exige una actitud colaborativa por parte del lector, que deberá ir asignando valores a las imágenes mucho más allá de su función meramente referencial. La imagen ya no será solo mero sustento de una narración, una forma de hacer visible la acción, sino que habrá de convertirse en el recipiente visual de un pensamiento y una emoción.

Repertorios iconográficos en la construcción del “yo” y sus traumas

Por repertorio iconográfico entiendo todo el caudal de imágenes y motivos temáticos gráficos de naturaleza simbólica asociados a un estilismo de los que se valen las autoras para encarnar visualmente el relato. Ese caudal de imágenes inevitablemente establece un diálogo con los estereotipos, que ha ido configurando la tradición previa del cómic. De hecho, podría trazarse una primera hipótesis que sirve para establecer una diferencia esencial entre los textos de ambas autoras que atañe, esencialmente, a la relación que se establece con la tradición iconográfica previa.

Emil Ferris hace gala de toda una imaginería que toma prestada de las narraciones pulp, de los cómics de terror y del cine de la Universal, para construir un universo personal basado en la figura del monstruo. Se vale, por así decirlo, de una koiné gráfica que el lector habitual de cómic puede reconocer fácilmente. Existe una apropiación de esos estilismos y materiales visuales que son releídos desde una óptica puramente personal. Ese acerbo gráfico comunitario se convierte, en un segundo movimiento, en un lenguaje singular e intransferible que sirve para visualizar el mundo afectivo de Karen, la joven protagonista. Su forma de auto-representarse como un hombre lobo toma como referente a la figura de Larry Talbot, cuando encarnaba ese personaje en la película de la Universal. El inicio del relato de Karen muestra el momento en que toda la ciudad parece escuchar los aullidos de la bestia a la que quieren matar. La forma que tiene de contar su sentimiento de exclusión la conduce a narrarse bajo la plantilla narrativa de las películas de terror. La “conciencia-monstruo” nace del pensamiento de saberse raro ante la mirada normativa de los demás. El aullido de la protagonista aglutina no solo referencias puramente argumentales atendiendo a la retórica del terror, sino también la expresión formal de un despertar sexual apenas camuflado. Esa automarginación relacionada con su lesbianismo conduce a la creación de un “yo gráfico” anclado en el mundo imaginario de sus lecturas preferidas en las que los monstruos eran moneda de cambio. Todo lo que emana de la imaginación de Karen y su universo emocional se expresa a través de ese grafismo importado de lo monstruoso. Tanto es así que todo el relato está trufado de una serie de portadas apócrifas de revistas, que remedan los cómics de terror. Toda esa serie de portadas reproducidas configuran un calendario que transcurre entre enero y mayo del 68. Ese calendario no solo va dando fe del discurrir temporal, sino que refleja a modo de píldoras visuales un esqueleto de la historia que Karen nos va contando: es, en suma, un relato en segundo grado que sintetiza lo que pasa, pero a través del prisma de la mirada deformante de la protagonista (figura 1). El monstruo no solo otorga una retórica para contarse y auto-representarse; es también un lenguaje para comprenderlo todo: un intermediario necesario para referir la realidad. Posee, además, una función no menor: la de ser una coraza con la que protegerse frente a la hostilidad del otro. Esa coraza está construida, naturalmente, con el material de la imaginación.

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Figura 1Primera de las portadas de los cómics de terror que incorpora el relato que no sólo habla de los gustos de Karen sino que construye un relato en segundo grado 

A pesar de la omnipresencia del monstruo; no todo el repertorio gráfico está generado a partir de él. El espectro de referencias intertextuales se amplía hasta incardinarse de lleno dentro del mundo del arte y, más concretamente, de la pintura. Si las portadas de las revistas aparecían de forma recurrente, las referencias a cuadros (en este caso reales, a diferencia de las portadas de revistas) son también habituales y poseen una enorme importancia a la hora de desentrañar los substratos más conflictivos y ocultos del argumento. No solo hablan de la fascinación de Karen por un mundo visual que elimina la separación entre la alta cultura y la cultura de masas, algo que ha descrito perfectamente con el concepto de cultura líquida. Son vistos como pistas que conducen a Karen en sus pesquisas por saber qué secretos familiares están silenciados y quién pudo haber matado a su vecina Anka. Cada cuadro muestra y, a la vez, oculta algo. Cada mirada que Karen arroja sobre ellos indaga en su secreto en un acto por comprender no solo lo que el cuadro dice sino, sobre todo, lo que el observador lleva dentro y no se atreve a mirar. En cierto modo los cuadros actúan como los sueños en la teoría de Freud y abren las puertas al subconsciente, a lo que se conoce y, por doloroso, se ha reprimido. Cada cuadro contemplado por Karen puede ser entendido como la sublimación visual de una experiencia traumática. A este respecto conviene centrarse un momento en dos cuadros de enorme repercusión argumental y que están directamente relacionados con la figura de su hermano Deeze. Los cuadros a los que me refiero son La tentación de Magdalena de Jacob Jordaens y San Jorge matando al Dragón, de Bernat Martorell.

El cuadro de Bernat Martorell se interpreta de una manera personal. En él Karen ve un trasunto de su hermano en los tres personajes principales que son la concreción de facetas de la personalidad de Deeze. La princesa alude a la parte artística de Deeze; el caballero simboliza la faceta protectora de su hermano y el dragón entronca directamente con el carácter violento de su hermano: “A veces mamá dice que «A Deeeze se lo llevan los demonios». En alguna ocasión ha perdido los estribos con nosotras. Es como una rabia ciega, como si no viera el daño que hace. Después su parte de caballero se disculpa y noto que está furioso consigo mismo mientras le lava la espada al dragón para que vuelva a su guarida” (s.p.). Karen encuentra así otro referente gráfico para comprender parte de su entorno. Mientras que el mundo pulp de los monstruos ofrecía una plantilla retórica para expresar sus emociones, la pintura ofrece una especie de lenguaje en clave que sirve para penetrar en los secretos familiares. Para el personaje es un descubrimiento; para nosotros, como lectores, esos cuadros funcionan como un relevo narrativo. En este caso el cuadro sirve, a través de la interpretación de Karen, para mostrarnos el trastorno bipolar de su hermano, que puede llegar a ser extremadamente violento. Se crea, así, una conexión inquietante con los secretos de familia y con la muerte misteriosa de Anka, la vecina. Sin embargo, no se cuenta de forma abierta sino de modo subrepticio utilizando el apoyo en otro lenguaje plástico -la pintura- que complementa y releva al lenguaje propio del cómic. Al insertarse estas referencias pictóricas y asignarles una función cardinal en el transcurso del relato, el cuadro modifica su esencia. La imagen estática deviene una historia y esto se consigue a través de la ruptura entre ficción y realidad. Karen penetrará en el cuadro para preguntarle al dragón cuál es el secreto que está protegiendo. Se adentrará en la cueva contraviniendo la advertencia del resto de personajes que componen la escena mostrada. Ya en el interior observará la sala del museo y se encontrará a su hermano Deeze, convertido en un niño de ocho años que está llorando por haber cometido un acto horrible. Ahí finaliza ese viaje imaginario al cuadro. Este viaje al cuadro posee una doble función narrativa: por un lado, ayudará en el proceso de creación de una serie de pistas con las que Karen montará paulatinamente el puzle familiar y, por otro, genera una tensión narrativa que mantiene vivo el interés del lector por saber qué ha pasado, qué es lo que se ha silenciado (figura 2).

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Figura 2Doble página en la que Karen penetra en el cuadro San Jorge matando al Dragón, de Bernat Martorell. Allí se encuentra con su hermano Deeze de ocho años, trasunto del dragón, quien le cuenta un secreto. 

Si el cuadro de Martorell sirve para hacernos una radiografía de Deeze, el cuadro de Jordaens, La Tentación de Magdalena, también posee una importancia estructural. De nuevo se repite la estrategia. Al contemplarlo junto con su amigo Franklin, Karen volverá a adentrarse en el mundo representado por la pintura. Su afán reside ahora en descubrir algo sobre la muerte de su vecina Anka (figura 3). Ese cuadro atesora algo oculto que ya se insinuaba en el inicio de la historia cuando Karen se despide de su vecina Anka, tal y como hacía todos los días al irse al colegio. Mientras la observa tras la ventana, en lo que será la última vez que la ve con vida, viene a su memoria precisamente el cuadro de La Tentación de Magdalena. No es tanto una identificación María Magdalena/Anka sino la necesidad de ver qué figura se oculta en la oscuridad del cuadro y qué relación tiene con la muerte de Anka:

Ahora no logro quitarme de la cabeza que había alguien con ella, una sombra o tal era… como si esperara a alguien o algo… Además, tenía como una especie de aire de muerte, me recordaba al CUADRO RARO del museo. No es que Anka se pareciera a la Magdalena con una calavera en el regazo… No… más bien tenía que ver con la oscuridad… Las sombras que se cernían sobre las dos. Me hizo recordar el olor a humedad del sótano… los secretos de los huesos y otras COSAS OCULTAS ENTERRADAS. Debería mencionar que eso de ver y oler cosas me pasa a menudo y me he acostumbrado a prestarle atención. Percibo que en el cuadro hay algo más que tengo que ver. Algo que he olvidado… UNA PISTA.

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Figura 3Doble página en la que contemplan el cuadro de La tentación de Magdalena de Jacob Jordaens Karen también entrará en él para descubrir algo que estaba oculto en su subconsciente 

Tras penetrar en el mundo del cuadro preguntará al diablo si sabe quién ha matado a su vecina. El diablo contesta que ya lo sabe: “Es de lo más normal enterrar algo que prefieres no admitir… sin duda en mi profesión animamos a los humanos a que guarden secretos. ¡Nada les hace enfermar más rápido!” Karen reacciona preguntándose si pudo haber sido Deeze el asesino de Anka o incluso-y ahora el diablo la ayuda- al decir “No puedes ni decir «mamá» ¿verdad, cielo?”. El contenido de los cuadros bajo la mirada de Karen se muestra perturbador. Se pueden entender como los vestigios de una experiencia traumática convertidos en una ruina simbólica. Ante el olvido autoinfligido la pintura despierta recuerdos. Si los monstruos ayudaban a Karen a definirse, el diablo y el dragón alojados en estos cuadros están directamente relacionados con el infierno familiar y tienen la función que siempre se le ha asignado a las potencias infernales: el conocimiento.

Parece claro, pues, que se alternan dos registros en el repertorio iconográfico de la obra de Ferris que surgen, uno, de la cultura pulp y, otro, de la pintura. Cada uno posee su funcionamiento y su función perfectamente delimitada. Los referentes a las portadas del cómic tienen que ver con una función expresiva, mientras que los cuadros contemplados por Karen albergan una función represiva. Se crea así una dialéctica entre la necesidad de ser y el dolor de callar. Si se examinan más detenidamente esos repertorios iconográficos todavía desempeñan otras funciones, de naturaleza mucho más sutil, pero de enorme eficacia constructiva. Dentro de Lo que más me gustan son los monstruos no solo se desarrolla la historia de Karen sino que asistimos al relato retrospectivo que hace la propia Anka de su vida y que nosotros conocemos gracias a que Karen encuentra y escucha unas casetes en las que su vecina contaba a un periodista su vida en la Alemania Nazi y cómo fue vendida por su madre a un burdel para saciar el apetito pedófilo de ciertos clientes de las altas clases sociales. Se entremezclan así dos relatos. Ferris consigue delimitarlos insertando esas portadas de cómics de terror. Son un indicador gráfico de que dejamos la historia de Anka en el pasado y regresamos a la historia de Karen en el presente. En cierto modo, algunas de estas portadas funcionan como shifters gráficos: indicios que actúan como intercambiadores de niveles narrativos.

Si comparamos la estrategia usada en Lo que más me gustan son los monstruos y la enfrentamos con Una entre muchas vemos un proceder radicalmente diferente. Mientras que Emil Ferris se valía de esa tradición del pulp y de la cultura artística para apropiársela y transformarla con fines muy personales, Una creará un lenguaje simbólico propio e intransferible y que no bebe de las convenciones ni estilismos habituales del cómic. El comportamiento interpretativo de la lectura, en consecuencia, será de naturaleza muy diferente. La iconografía de Una genera un desconcierto inicial en el lector, que ha de construir una gramática ex professo para comprender el mensaje.

En Una entre muchas llama la atención, dentro de su repertorio iconográfico, la aparición recurrente de ciertas imágenes que conforman un paisaje compuesto por una montaña y unos árboles. Es un paisaje esquemático que, situado en las páginas iniciales, deja al lector sin brújula; este no sabe cómo ha de entenderlo pues se haya descontextualizado. Evidentemente en su grafismo se busca un lenguaje primigenio que encaja perfectamente con la idea de un estilo asociado al dibujo infantil. También ese esquematismo puede ponerse en relación con la necesidad que tendrá la autora de valerse de las imágenes como herramienta no solo para contar sino también para transmitir ideas: la transmisión de información es más eficiente si utilizamos imágenes empobrecidas que no distraigan la atención. Pocas páginas más adelante, y siguiendo con la evolución semántica del paisaje, vemos la figura de Una junto con su madre subiendo esa montaña y llevando un fardo a cuestas, que es un bocadillo de cómic sin palabras. Ahí se habla precisamente del episodio de naturaleza traumática que sufrió cuando fue violada siendo una niña. El texto nos ofrece ya un anclaje semántico en el que se sitúa ese paisaje hasta ahora de significado hermético. Ese paisaje, no obstante, no viene dictado por una necesidad realista de construir un espacio en el que situar el relato. Supone un estado de ánimo asociado a una experiencia, también, traumática. Y es, también, un símbolo que habrá de repetirse como leitmotiv gráfico, una forma de construir una coherencia dentro del relato que podemos relacionar con el concepto de trenzado de . Llegaremos, precisamente, a un momento en el que el paisaje sí tiene una función relacionada con la construcción del espacio (). En ese instante se produce una sutura entre la imagen simbólica y el argumento narrativo. Será entonces cuando Una recuerde el momento en que Damian la convenció para llevársela a un lugar apartado. Se observa, de este modo, una inercia en la que la misma imagen parte inicialmente de lo hermético, pasa a lo simbólico y se explica en lo narrativo (figura 4).

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Figura 4Tres páginas de Una entre muchas en las que se muestra la evolución de un motivo iconográfico desde un hermetismo inicial pasando por un valor simbólico para llegar a un anclaje en el contexto narrativo que explica sus valores semánticos 

No solo el paisaje se reproducirá bajo estos registros gráficos de naturaleza esquemática. Habrá otro motivo gráfico insistente relacionado con él que presenta una realización de carácter mucho más realista, creando así una relación de índole temático-simbólica con ese otro paisaje, pero generando a su vez un contraste con él por su estilo. Su aparición dentro del relato está conectada con la serie de muertes violentas causadas por el denominado como destripador de Yorkshire. Sobre un escenario vacío aparece un árbol solitario. Esa aparición del elemento paisajístico surge en el momento en el que se da noticia de una brutal agresión a una niña de 14 años a la que la policía no acaba de tomar en serio () (figura 5). El solitario árbol enmarcado en un paisaje yermo se impregna así de valores simbólicos: la soledad, el desamparo, la inseguridad como emociones van dándole forma al contenido de esa imagen y van definiéndola de forma indirecta desde un punto de vista semántico. En otras ocasiones se vuelve a recuperar este elemento escenográfico, como el momento en el que el agresor de mujeres se acerca a una de sus víctimas para hacerle algún tipo de proposición sexual (). En ese momento es posible ver una mayor cercanía entre el uso de la imagen y su posible naturalización como uso escenográfico dentro del relato. Esa inserción dentro del relato, como elemento escenográfico, plenamente justificado por su función narrativa, no descarta el valor simbólico, sino que lo complementa, lo refuerza y lo explica.

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Figura 5Doble página de Una entre muchas en la que el paisaje adquiere valores simbólicos relacionados con el ataque a mujeres en Yorkshire Posee un registro más realista 

Podría decirse que, a través de diversas realizaciones paisajísticas, Una crea un lenguaje propio que le sirve para traducir una violencia ejercida sobre la mujer. Ese uso en dos historias de un mismo elemento paisajístico sirve para afianzar el vínculo entre la historia personal de Una, que fue violada en su adolescencia, y la serie de mujeres violentamente agredidas y asesinadas por el destripador de Yorkshire. Son dos caras de la misma moneda, pero presentadas desde una posición diferente. El relato de Una tiene que ver con una explicación personal basada en las emociones: es un relato sentido; el relato del resto de agresiones está documentado con recortes de la prensa y responde no tanto a ese relato personal, sino a lo que vendría a ser un reportaje de índole más periodística. Ese relato está realizado de una perspectiva más objetiva, avalado sobre datos y una bibliografía pertinente. Precisamente esa naturaleza discursiva diferente justifica ese empleo de un estilo gráfico diferente. Podría relacionarse, así, el paisaje esquemático con una visión subjetiva y emocional que sirve para caracterizar el relato de Una. Este se opone, gráficamente hablando, al paisaje de corte más realista que identifica al relato de agresiones a otras mujeres en el condado de Yorkshire. Esa doble realización estilística está en consonancia con el tipo de relato en el que aparece. Es una diferencia de perspectiva sobre un mismo problema: la violencia sobre la mujer. La propia autora se encarga de mostrarnos esas dos realizaciones de manera conjunta acompañadas de un mensaje que resulta esclarecedor si se acepta esta interpretación: “La perspectiva es una cosa maravillosa” () (figura 6).

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Figura 6Doble página de Una entre muchas en la que se alternan los dos registros paisajísticos que hablan del estado emocional de Una (izquierda) y de la violencia sobre las mujeres en el condado de Yorkshire (derecha) 

Cabe entender este uso del paisaje desde una doble perspectiva como un procedimiento idéntico. Existe en ambos casos un uso narrativo de esos elementos escenográficos que van asociados a momentos traumáticos en los que existe un acto violento. Ese elemento espacial se descontextualiza y se aísla de la cadena narrativa a la que pertenece. De ese modo, la imagen afianza sus valores simbólicos que justifican su repetición insistente a lo largo del relato. Crean, así, una forma de coherencia gráfica conseguida por la repetición de un mismo elemento, pero también semántica porque crea vínculos entre subtramas y desarrolla valores que van más allá de su función primigenia que era la de ubicar el relato. Sucede que esos paisajes aparecen en primer lugar descontextualizados y, más tarde, se aclara su valor al verlos el lector convenientemente ubicados dentro de la trama. De ese modo se siembra un elemento de extrañeza que nos advierte como lectores del alto potencial simbólico de cada imagen. Esta forma de entender la imagen es más compleja que en el cómic tradicional, ya que su función excede el hecho de concretar visualmente el desarrollo de la acción para sugerir, también, una forma de pensamiento. La imagen se problematiza en sus referencias porque el tema que desarrolla demanda una mayor complejidad en su funcionamiento.

Una genera un idiolecto muy especial para construir un repertorio iconográfico que fuera capaz de albergar el relato de una experiencia traumática, tanto desde el punto de vista colectivo como puramente individual. A través de esa imbricación del trauma personal en un problema social la autora encuentra una explicación de naturaleza catártica para comprender lo que le pasó. Al mismo tiempo logra que su vivencia dolorosa causada por la violación pueda ser entendida, dentro de un marco más general, como un síntoma de una sociedad enferma que decide no afrontar un problema. Sin embargo, esa doble función -de autocomprensión y explicación a la sociedad de lo que está pasando- no solo se basa en ese uso hermético de ciertas imágenes que he caracterizado aquí como un idiolecto gráfico. En otras ocasiones se vale de procedimientos iconográficos que podrían ser entendidos como más convencionales.

Desde ese punto de vista, en ese repertorio iconográfico cabe atender a otras imágenes que están directamente relacionadas con las formas de auto-representación. Si Emil Ferris se valía del monstruo heredado de la tradición de los cómics, Una se vale de dos posibles recursos. Por un lado, está la alusión a la ropa de las muñecas de papel recortables. Este procedimiento resulta de enorme interés porque bajo esta estrategia la autora consigue proyectar el ideario de cómo el hombre y la sociedad están generando un imaginario de lo que deben ser las mujeres en general y, más en concreto, las niñas para adecuarse a sus necesidades. Cuando la autora refiere las palabras de Damián tras haber abusado de ella: “Sería mucho más fácil si la próxima vez llevaras una falda” está definiendo cómo ha de ir vestida para complacer la acción masculina. Se genera así un proceso dialéctico de cómo iba vestida y cómo van vestidas esas muñecas recortables. (). Precisamente, la protagonista se había representado gráficamente como una muñeca recortable tocando la guitarra. Se crea así todo un código icónico de gran versatilidad funcional. La joven Una se ve a sí misma como una muñeca cuya vestimenta puede ser cambiada a gusto de alguien que la utiliza para su diversión. En cierta manera funciona como una metáfora, ya que Una genera un avatar gráfico que protagoniza la historia que es, también a su manera, una muñeca de papel. Llega incluso a insistir de manera explícita en esa convención en el momento en que desmonta sus componentes y fragmenta la representación gráfica de ese avatar para que pueda ser vista como una muñeca: pelo, cara, vestido, extremidades. Ese dibujo funciona como un metalenguaje: la autora muestra el mecano de piezas gráficas que constituyen su representación gráfica, pero también desde una visión emocional, nos da imagen de cómo su “yo” se fragmenta y entra en crisis su identidad. () (figura 7). Tras esa descomposición gráfica existe una nueva recomposición del “yo” gráfico que se vale del otro procedimiento: la metamorfosis de una joven adolescente que se narra a través de la transformación de una larva en un insecto volador al que sus alas no acaban de funcionar. A partir de ese momento será habitual ver al avatar gráfico de Una dotada de esas alas con las que intenta remontar, metafóricamente hablando, el vuelo.

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Figura 7Dos páginas de Una entre muchas en las que a través de la idea de la muñeca recortable se habla de la identidad de la mujer y de la visión impositiva que se realiza sobre ella con su forma de vestir 

Cuando Una construya una imagen en la que se ve a su avatar gráfico caminando con las alas encogidas por ese paisaje que cifraba su dolor emocional () se produce una especie de aglutinación de los diferentes códigos que conforman el repertorio iconográfico. Son imágenes que concentran una gran carga semántica debido a un lento proceso de sedimentación que crea estratos de significado que el lector puede decodificar como si de un corte geológico se tratase.

Conclusiones

Tras lo visto en estas páginas se puede decir que tanto Emile Ferris como Una crean un reticulado de imágenes que aportan un caudal simbólico de enorme magnitud. Con ello superan la referencialidad realista de parte de la tradición del cómic y lo hacen atendiendo a una necesidad expresiva. La novela gráfica había roturado territorios íntimos en los que el dolor y el trauma buscaban una manifestación visual adecuada, que no podía ceñirse a formas de representación tradicional del cómic. El “yo” se sitúa en el foco de la narración, pero dentro de la narración gráfica no es suficiente con enunciarlo: hay que representarlo. Es entonces cuando emerge un espectro de posibilidades gráficas que sirven para dar noticia de ese “yo” atormentado que se expande hacia una multitud de estrategias visuales. Esa emanación de motivos gráficos asociados al trauma crea lo que he denominado “repertorio iconográfico”, un concepto de alguna manera emparentable con lo que pudiera ser un “programa iconográfico” con el que las obras de arte generan un mensaje a través de un relato hecho con imágenes. Emile Ferris y Una presentan dos modelos de construcción iconográfica: Ferris parte de la fusión y apropiación de las tradiciones de la narración pulp y del arte, mientras que Una genera su propia gramática iconográfica modelada sobre elementos infográficos propios del reportaje periodístico; los paisajes en los que se sitúa la acción van alterándose y tiñéndose simbólicamente de dolor para convertirlos en iconos: esa esquematización de la imagen da cuenta de cómo la imagen altera su régimen funcional en el ámbito de la novela gráfica. Esos nuevos usos de la imagen, que se posiciona cerca de un hermetismo que exige una labor interpretativa constante, son perfectos para dar testimonio de esa necesidad de comunicar lo silenciado, de sacar a la luz lo oculto. Aun con propuestas tan diferentes Emil Ferris y Una afrontan el reto de contar su experiencia traumática y este hecho les lleva a compartir una imagen que resulta muy significativa: sus protagonistas llevan a cuestas un globo de texto que se convierte ahora en una pesada carga. En el caso de Karen se ven las caras de sus compañeros insultándola; en el caso de Una es un globo mudo. En una síntesis perfecta de cómo el lenguaje gráfico traduce “ese peso simbólico” en una metáfora compartida (figura 8) que permite hacer legible el dolor escondido en las recámaras de la adolescencia.

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Figura 8Página tomada de Lo que más me gustan son los monstruos (izquierda) y Una entre muchas (derecha). Ambas comparten la metáfora de llevar una carga encima, representada en forma de globo de texto. Uno encierra los insultos de los compañeros y otro el silencio. 

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Novelas gráficas analizadas

18 

Ferris, E. (2018). Lo que más me gustan son los monstruos. Penguin Randon House.

19 

Una (2016). Una entre muchas. Astiberri.

Notas

[1] Esa Koiné gráfica se ve facilitada por la pertenencia a una tradición común: el comic book norteamericano bebía, precisamente, de tres fuentes: las películas de animación, las tiras de prensa y las revistas pulp. (). Véase también . Para los monstruos de la Universal y el cine de Hollywood puede verse en otros el texto de ).

[2] Son interesantes las palabras de Charlie Fox cuando explica la función del monstruo en su construcción autobiográfica: “Ya de niño odiaba lo autobiográfico y siempre me reprendían porque en clase me dibujaba como si fuera un vampiro, un hombre lobo o una bruja” (). Continúa más adelante: “la ficción gótica y de terror son las formas a las que recurrimos para dar rienda suelta al miedo que sentimos de que nuestro cuerpo se deforme o lo infecten seres extraños” (). Para una visión de las implicaciones sexuales de la figura del monstruo remito al trabajo de

[3] La relación de la pintura con una experiencia traumática es algo que ocupa un lugar central en otros cómics como La levedad de Catherine Meurisse y en el álbum ilustrado de Jimmy Liao, La noche estrellada ().